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lunes, 9 de abril de 2012


Enflore

By Pseudomona

Para Isnelda todavía no había concluido la jornada, aquel día se había levantado más temprano que de costumbre, porque si en el campo la gente se despierta con la madrugada, ni siquiera había llegado el alba cuando ya estaba de pie, con sus abundantes trenzas prolijamente peinadas preparada para el tradicional festejo que esperaba todos los años junto a los suyos. Como era la hija mayor en una sociedad que le otorga a la mujer solamente las responsabilidades del hogar, a ella le correspondía estar a cargo de la cocina: preparar la chicha en los cántaros pequeños, moler la llajua con hojas de quilquina, cocinar el ají de maíz pelado con unos trozos de charque de llama, todo el menú que iba a servirse pasaba por sus manos. La reunión era tal que no iba a faltar ni uno sólo de los habitantes de aquel largo valle y  por lo tanto había que poner al fogón la olla de barro más grande para que nadie se quedara con hambre.

Si bien su familia tenía un rebaño más o menos pequeño, era ineludible que el festejo debía ser en grande, marcaba la costumbre reunirse una vez al año para agasajar al ganado, a las ovejas y cabras se les ponían en las orejas unas graciosas flores de k´aito con colores que no debían repetirse ya que servían de reparo para saber la pertenencia de cada animal, aunque éste se encontrara perdido siempre podía ser devuelto a su rebaño y justamente a su familia durante muchas generaciones le correspondía el verde y el colorado. El k´aito se confeccionaba primorosamente con la lana que provenía de sus propias ovejas que después de hilarla en la rueca era teñida con la tierra que se recogía en los cerros circundantes, en los que la naturaleza había depositado una paleta de colores de inusual y sorprendente belleza.
A las cabezas de ganado vacuno en cambio, se las marcaba con una especie de fierro caliente que dejaba el sello correspondiente en el lomo derecho de cada animal, en éste caso la letra S, de Segovia, el nombre de su familia.

Era habitual que después de la ceremonia del enflore, se sacaran los erkes y la caja junto a la abundante repartición de chicha y aloja, había que danzarle también a la Pachamama para rogarle que este año sea productivo, no se mueran las cabras ni las ovejas, sino que el rebaño sea más grande, no se pierdan los bueyes ni se queden estériles las vacas y además que la cosecha de habas y maíz sea abundante.

Ya se había desatado la fiesta en el patio de la casona cuando ella volvió a sus tareas y mientras trataba de poner un poco de orden en su cocina, la más anciana de sus tías la llamó para afuera y señalando un rincón en el que sus padres conversaban seriamente con una mujer alta de enjuta figura, le dijo que debía acompañar a aquella señora hasta encontrar el puente que cruza el río porque como ésta no era de la región se encontraba perdida.

Aunque era casi la medianoche ella no podía negarse a la orden recibida a pesar de que sus pies hinchados no cabían ni un minuto más en sus ojotas, resultado de trajinar todo el día. De todas maneras, se dijo, el camino no iba a ser largo, el puente quedaba muy cerca pasando la segunda loma del abra, por eso decidió darse prisa para tomar su manta y su sombrero porque a ésas horas de la noche comenzaba a hacer frío y partió obediente en dirección a la quebrada donde ya la mujer la estaba aguardando.
Mientras se alejaban de la casa la música había cesado, de un momento a otro la fiesta se había terminado. Sólo se escuchaba a lo lejos un canto agudamente lastimero haciéndole competencia al ladrido de algunos perros dispersos.

Las dos mujeres caminaban ligeras, sólo podía escucharse el sonido de sus pisadas sobre la humilde hierba del sendero y el rítmico golpeteo de la espinosa vara de churque que Isnelda sostenía en sus manos, porque de alguna manera quería desahogarse de su suerte y cómo no tenía con quién, se desquitaba con las flores silvestres que de día tenían cabecitas amarillas y que a ésa hora estaban completamente despiertas y sobresalían curiosas a su paso.

Aquella mujer no decía una sola palabra, ella tampoco, no obstante aunque parecía estar distraída la observaba de cerca, tanto que justo cuando subían la primera loma del abra una terrible aprehensión le hizo ver por debajo del negro rebozo que le cubría la cara y pudo advertir que un puñado de gusanos se retorcían inquietos en su huesuda boca.