Enflore
By Pseudomona
Para
Isnelda todavía no había concluido la jornada, aquel día se había levantado más
temprano que de costumbre, porque si en el campo la gente se despierta con la
madrugada, ni siquiera había llegado el alba cuando ya estaba de pie, con sus
abundantes trenzas prolijamente peinadas preparada para el tradicional festejo que
esperaba todos los años junto a los suyos. Como era la hija mayor en una
sociedad que le otorga a la mujer solamente las responsabilidades del hogar, a
ella le correspondía estar a cargo de la cocina: preparar la chicha en los
cántaros pequeños, moler la llajua con hojas de quilquina, cocinar el ají de
maíz pelado con unos trozos de charque de llama, todo el menú que iba a
servirse pasaba por sus manos. La reunión era tal que no iba a faltar ni uno
sólo de los habitantes de aquel largo valle y por lo tanto había que poner al fogón la olla de
barro más grande para que nadie se quedara con hambre.
Si bien su
familia tenía un rebaño más o menos pequeño, era ineludible que el festejo debía
ser en grande, marcaba la costumbre reunirse una vez al año para agasajar al
ganado, a las ovejas y cabras se les ponían en las orejas unas graciosas flores
de k´aito con colores que no debían repetirse ya que servían de reparo para saber
la pertenencia de cada animal, aunque éste se encontrara perdido siempre podía
ser devuelto a su rebaño y justamente a su familia durante muchas generaciones
le correspondía el verde y el colorado. El k´aito se confeccionaba primorosamente
con la lana que provenía de sus propias ovejas que después de hilarla en la rueca
era teñida con la tierra que se recogía en los cerros circundantes, en los que
la naturaleza había depositado una paleta de colores de inusual y sorprendente
belleza.
A las
cabezas de ganado vacuno en cambio, se las marcaba con una especie de fierro
caliente que dejaba el sello correspondiente en el lomo derecho de cada animal,
en éste caso la letra S, de Segovia, el nombre de su familia.
Era
habitual que después de la ceremonia del enflore, se sacaran los erkes y la
caja junto a la abundante repartición de chicha y aloja, había que danzarle también a
la Pachamama para rogarle que este año sea productivo, no se mueran las cabras
ni las ovejas, sino que el rebaño sea más grande, no se pierdan los bueyes ni
se queden estériles las vacas y además que la cosecha de habas y maíz sea
abundante.
Ya se había
desatado la fiesta en el patio de la casona cuando ella volvió a sus tareas y mientras
trataba de poner un poco de orden en su cocina, la más anciana de sus tías la
llamó para afuera y señalando un rincón en el que sus padres conversaban
seriamente con una mujer alta de enjuta figura, le dijo que debía acompañar a
aquella señora hasta encontrar el puente que cruza el río porque como ésta no
era de la región se encontraba perdida.
Aunque era
casi la medianoche ella no podía negarse a la orden recibida a pesar de que sus
pies hinchados no cabían ni un minuto más en sus ojotas, resultado de trajinar
todo el día. De todas maneras, se dijo, el camino no iba a ser largo, el puente
quedaba muy cerca pasando la segunda loma del abra, por eso decidió darse prisa
para tomar su manta y su sombrero porque a ésas horas de la noche comenzaba a
hacer frío y partió obediente en dirección a la quebrada donde ya la mujer la
estaba aguardando.
Mientras se
alejaban de la casa la música había cesado, de un momento a otro la fiesta se
había terminado. Sólo se escuchaba a lo lejos un canto agudamente lastimero haciéndole
competencia al ladrido de algunos perros dispersos.
Las dos
mujeres caminaban ligeras, sólo podía escucharse el sonido de sus pisadas sobre
la humilde hierba del sendero y el rítmico golpeteo de la espinosa vara de
churque que Isnelda sostenía en sus manos, porque de alguna manera quería
desahogarse de su suerte y cómo no tenía con quién, se desquitaba con las
flores silvestres que de día tenían cabecitas amarillas y que a ésa hora estaban
completamente despiertas y sobresalían curiosas a su paso.
Aquella
mujer no decía una sola palabra, ella tampoco, no obstante aunque parecía estar
distraída la observaba de cerca, tanto que justo cuando subían la primera loma
del abra una terrible aprehensión le hizo ver por debajo del negro rebozo que
le cubría la cara y pudo advertir que un puñado de gusanos se retorcían inquietos
en su huesuda boca.