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sábado, 21 de abril de 2012


Iris
  By Pseudomona

Lautaro y yo nos habíamos conocido hacía un año y medio en el CBC para entrar a Facultad. Él era alto, más bien delgado, de tez intensamente pálida y lo que llamaba la atención de todos, especialmente de las chicas, era el color de sus ojos: el izquierdo verde claro, casi turquesa y el derecho tenía un lunar oval de un color castaño que lo cursaba de un extremo al otro. Yo nunca iba a entender cómo no me había dado cuenta la primera vez que lo vi, sino algunos meses más tarde cuando estudiando en la biblioteca se sentó frente a mí de cara al sol y mientras leíamos concentrados la complejidad de la formación del epitelio estratificado recién pude notarlo. Me acerqué poco a poco achicando los ojos; y él enseguida me sonrió. Es un lunar de nacimiento, hasta que te diste cuenta zapata, me dijo golpeando en mi cabeza sus apuntes de histología.
A la hora del almuerzo solíamos ir al bar que está ubicado en la esquina de Paraguay y Azcuénaga, famoso por sus enormes sándwiches llamados camperos, nos gustaba pedir para llevar y luego sentarnos en la plaza a comer lentamente observando a la gente buscándosela. En especial disfrutábamos de ver a los paseadores de perros que llevaban de la mano tantos caninos como si fueran globos y nos reíamos de las graciosas formas que suelen tener esos animales.
Éramos muy compinches a pesar de nuestras diferencias y entre otras cosas él compartía conmigo sus libros y apuntes, lo que sin duda tanto bien le hacía a mi presupuesto. Yo por mi parte era su fan número uno, me encantaba su genialidad y sarcasmo.
El día que aprobamos el primer examen de nuestra carrera, los alumnos de la cursada planearon una fiesta de celebración. Era un 12 de junio, lo recuerdo muy bien.
-          ¿Vas esta noche a la fiesta del colorado?, me preguntó.
-          No sé, ¿por qué?
-          Hay que ir, demasiado estudio.
-          No tengo qué ponerme, dije, y era verdad.
-          No seas naba, andá así y listo. Te paso a buscar a las 11.
Pasó retrasado, como era su costumbre.
-          Llevé a mi sobrino al parque y se me hizo tarde, dijo.
-          Bueno, vamos. Tomemos un taxi.
Por eso nos llevábamos tan bien, a él no le gustaban las preguntas ni a mí las explicaciones. Eso sí era muy malo para mentir y cuando lo hacía yo lo descubría enseguida. Sabía que había llegado tarde porque estaba estudiando, mientras nosotros, los de primer año, difícilmente empezábamos a comprender el mundo de la histología o la gran cantidad de tejidos que forman nuestra anatomía y ni hablar de temas de salud mental, Lautaro ya se metía en las páginas de la New England Journal of Medicine y se preparaba para su primera ayudantía.
Continuará