Iris
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Pseudomona
Lautaro y yo nos habíamos conocido hacía un año y medio en el CBC para
entrar a Facultad. Él era alto, más bien delgado, de tez intensamente pálida y
lo que llamaba la atención de todos, especialmente de las chicas, era el color
de sus ojos: el izquierdo verde claro, casi turquesa y el derecho tenía un
lunar oval de un color castaño que lo cursaba de un extremo al otro. Yo nunca
iba a entender cómo no me había dado cuenta la primera vez que lo vi, sino algunos
meses más tarde cuando estudiando en la biblioteca se sentó
frente a mí de cara al sol y mientras leíamos concentrados la complejidad de la
formación del epitelio estratificado recién pude notarlo. Me acerqué poco a
poco achicando los ojos; y él enseguida me sonrió. Es un lunar de nacimiento,
hasta que te diste cuenta zapata, me dijo golpeando en mi cabeza sus apuntes de
histología.
A la hora del almuerzo solíamos ir al bar que está ubicado en la esquina
de Paraguay y Azcuénaga, famoso por sus enormes sándwiches llamados camperos, nos
gustaba pedir para llevar y luego sentarnos en la plaza a comer lentamente observando a la gente buscándosela. En especial disfrutábamos de ver
a los paseadores de perros que llevaban de la mano tantos caninos como si
fueran globos y nos reíamos de las graciosas formas que suelen tener esos
animales.
Éramos muy compinches a pesar de nuestras diferencias y entre otras
cosas él compartía conmigo sus libros y apuntes, lo que sin duda tanto bien le
hacía a mi presupuesto. Yo por mi parte era su fan número uno, me encantaba su
genialidad y sarcasmo.
El día que aprobamos el primer examen de nuestra carrera, los
alumnos de la cursada planearon una fiesta de celebración. Era un 12 de junio,
lo recuerdo muy bien.
-
¿Vas
esta noche a la fiesta del colorado?, me preguntó.
-
No
sé, ¿por qué?
-
Hay
que ir, demasiado estudio.
-
No
tengo qué ponerme, dije, y era verdad.
-
No
seas naba, andá así y listo. Te paso a buscar a las 11.
Pasó retrasado, como era su costumbre.
-
Llevé
a mi sobrino al parque y se me hizo tarde, dijo.
-
Bueno,
vamos. Tomemos un taxi.
Por eso nos llevábamos tan bien, a él no le gustaban las preguntas ni a
mí las explicaciones. Eso sí era muy malo para mentir y cuando lo hacía yo lo
descubría enseguida. Sabía que había llegado tarde porque estaba estudiando,
mientras nosotros, los de primer año, difícilmente empezábamos a comprender el mundo
de la histología o la gran cantidad de tejidos que forman nuestra anatomía y ni
hablar de temas de salud mental, Lautaro ya se metía en las páginas de la New England Journal of
Medicine y se preparaba para su primera ayudantía.
Continuará