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sábado, 12 de mayo de 2012


Pétalos de margarita


By Pseudomona

¡Son una flor de hijos de su madre! Protestaba cada mañana cuando se levantaba y buscaba el par de medias que juraba había dejado allí la noche anterior, sin darse cuenta que era una total desorganizada. Los culpaba de esto, de aquello, y obvio de llegar tarde al trabajo todos los días.
Es que a sus años de edad y toda una vida de soledad, casi no le quedaba alegría alguna. Tenía un rictus permanente que afeaba de tal manera sus arrugas, que no se podía mirarla de cerca sin dejar de pensar que en cualquier momento pudieran de ella salir fulminantes ráfagas que de seguro te dejarían seco en un instante.
Su carácter agrio le había hecho fama en el viejo edificio, que cada vez tenía menos vecinos conocidos y llegaban todo el tiempo nuevos inquilinos. Estos advertidos, procuraban no acercarse demasiado ni siquiera al cruzarla en los pasillos.
A ella todos los días se le parecían en una desesperada rutina, ninguna gracia, ninguna risa, parecía que el invierno era invierno eterno y le duraba cuan largo era el año.
Por eso después de haberse peleado con todo aquel de carne y hueso, comenzó imaginarse todavía más enemigos que sólo vivirían en su pensamiento, así podía descargar su odio en todo momento.
Aquel día salía como de costumbre rumbo al trabajo cuando apareció en su puerta un pequeño ramo de rosas que venían primorosamente envueltas en un delicado papel color manteca, que inclusive a ella le parecieron lindas, se sonrió bien para sus adentros, pues era su costumbre no demostrar ningún sentimiento agradable. Las alzó sin que nadie la viera y comprobó que el regalo no traía tarjeta.
A partir de entonces comenzaron a llegarle una día un muñequito coloreado de madera que parecía estar pintado a mano, un paquete de gomitas comestibles de sabores frutales, un pequeño cactus de ésos que adornan las oficinas y no necesitan muchos cuidados, un suave pañuelo de colores brillantes y la lista siguió en adelante a lo largo de varias semanas, como siempre sin tarjeta ni dedicatoria.
Al principio procuró no prestar demasiada atención a los obsequios que se asomaban a su departamento, pero era inevitable no manifestar algo de contento. Comprobó que era cierto lo que alguna vez había escuchado por ahí: no se puede odiar a quien te está queriendo.
Poco a poco comenzó a experimentar un raro sentimiento que le hacía sentirse un poco menos triste y más acompañada, pues había una persona que pensaba tanto en ella y que no esperaba nada, sólo alegrar su mirada. Entonces comenzó a imaginar quien pudiera ser aquel que no se mostraba todavía, comenzó por dibujarle primero una sonrisa, unos ojos color almíbar, unas manos fuertes pero que seguro no lastimaban sino hacían caricias, unos brazos cálidos que pudieran levantarla cuando ella esté cansada y subirla también alguna vez por las escaleras como en las películas blanco y negro que ella veía cuando era niña…

Esperó totalmente decidida aquella noche, ya no podía soportar la intriga de vivir así desprevenida. A eso de las 2 de la madrugada, cuando reinaba en el edificio la total obscuridad y el silencio, unos mansos pasos se acercaron por el estrecho pasillo, justo en ése momento ella abrió la puerta para descubrir al vecino del séptimo A, que le sonrió con dulzura desde su cara sorprendida pues a ésa hora le traía ésta vez un ramo de margaritas y pudo comprobar también que existen manos fuertes que no lastiman sino hacen caricias.