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domingo, 3 de junio de 2012


Vos emanas un calorcito

By Pseudomona

Sentados los dos en la peor mesa del Romario de Vicente López y Uriburu, ésa que está ubicada al lado de la pared entre los cajones de cerveza y gaseosas y tiene una silla destartalada que gusta de destrozar las medias nylon de todas las chicas que allí se sientan, se reían de todo lo que pasaba y a decir verdad no había nada gracioso en el hecho de que a la mesera se le hubiera caído la bandeja o que la música estuviera tan fuerte que ni siquiera se pudiera hablar, ellos simplemente reían sin parar.
Ya se habían tomado los dos primeros porroncitos de Stellas cuando ordenaron, ella dos empanadas de carne picante y él otras dos de carne suave, ella preguntó y ¿Vos sos suave? Si, y se rieron otra vez, ésta vez, gozaban de ver en sus ojos un extraño brillo que nunca habían notado en los tres años que ya se conocían.

Luego se fueron al cine, habían elegido la trasnoche porque como todos los viernes salían tarde del trabajo. Ya conocían su rutina de tanto ser amigos. No hubo ningún problema en arreglar el horario y él pasar a buscarla, siempre hablando por mensajitos de texto, así se podían decir más cosas que frente a frente.
Esta vez él estaba muy guapo, más porque llevaba aquella campera de cuero gastado, ella que días anteriores habían ido a la peluquería se quejó de que el peinado no le había quedado bien, y él no estuvo de acuerdo y le dijo: no, ahora se te ve mejor la carita al mismo tiempo que le sonreía. Mal elegida la película, hubo tanta violencia y sangre que se fueron al final espantados.

Para continuar la noche y curarse un poco del mal rato se fueron a caminar por los barcitos de Vicente López y se decidieron por el Portezuelo, con dos Guinnes más encima hablaban sin parar, cómo no se puede conocer a una persona en tantos años de haberla tratado y la venís a conocer en una sola noche, todo de una sola pasada como quién se lee un relato corto de un extremo a otro, él la miro de frente y le dijo: parece que estuviera frente a mí mismo. Casi al final de la obligatoria última copa de Cosmopolitan, eran como las cinco de la mañana cuando el mozo bien atento les dijo que iban a cerrar.

Otra vez a la calle, el frío del alto otoño hacía temblar un poco sus cuerpos y meter bastante bien adentro las manos en los bolsillos, puede que por el frío o por muchas otras razones más ella lo tomó del brazo, iban los dos contentos y casi en la esquina de Azcuénaga encontraron el último bar de la madrugada aún abierto, él la jaló un poco para adentro porque sabía si llegaban a su puerta era casi seguro que ella entraría y todo terminaría ahí como tantas otras veces. Ordenó ésta vez una caipiriña y ella un mojito, ahora se miraban sonriendo incesantemente. Ya casi no hablaban, sólo se miraban. A eso de las seis de la mañana también de éste bar los echaron, pues iban a cerrar.

No pudieron más, él la abrazó y ella se dejó, bromeó con olvidarse de la dirección de su casa de tanto alcohol, pero el no le dejó terminar la oración, le estampó un valiente beso y ella le correspondió. Faltaban diez minutos para las siete.