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miércoles, 20 de junio de 2012


Noche de San Juan

By Pseudomona

Enormes ollas de barro bullían en aquella tradicional cocina de la única taberna del pueblo. El piso ocre casi al ras, olía a tierra recién mojada. Al fondo un enorme fogón donde hervía la lagua inundaba el recinto de un delicioso aroma a comino y ajo. Un característico sonido envolvía la habitación, era el golpeteo rítmico de dos piedras devenidas en batán que convertían la molienda de locotos y tomates en acorde musical.

Al frente de la agitada labor de hacer la llajua se encontraba una niña de pollera anaranjada y trenzas muy largas. Un lunar muy marcado se dibujada sobre la mejilla izquierda de su cara redonda. Sus polleras cubiertas con un delantal y el rápido ir y venir de su tarea hacían pensar que aquella niña tenía muchos años más, pero claramente podía verse que apenas alcanzaba los diez años.

-     ¡Victoria! ¡Victoria!

Llamaba la patrona ingresando súbitamente en la cocina. Dejá lo que estés haciendo, le dijo y vení aquí rápido. Jalándola de la mano la llevó corriendo por el patio de piedra, donde ya estaban dispuestas las mesas y se habían asentado los parroquianos congregados a la hora del almuerzo.

-          Donde estamos yendo pues señora…Se quejó la niña.
-          Mirá, allá. ¿Ves aquel hombre al lado del camión? Le dijo señalando con el dedo al otro lado de la calle, donde estaba estacionado un viejo bus que parecía recién llegado y cubierto enteramente de polvo, del cual descendían varios pasajeros.
-          ¿Cual?
-          Ese, el que tiene el traje azul.
-          Si…
-          Ese hombre es tu papá Victoria, dijo al fin, como arrepintiéndose de habérselo dicho. Tanto querías conocerlo…allá está…andá, no seas tonta.                        

Y así de un rato al otro lo había conocido, nada de ceremonias ni trámites previos. El papá que toda una vida había estado esperando. El que le pediría perdón por haberla dejado.

Y corrió, sí que corrió hasta alcanzarlo y muy fuerte le jaló del pantalón y diciéndole de sopetón.

      -     Me llamo Victoria y soy tu hija.

El tipo era un poco gordo, de pelo sucio ensortijado y un lunar en su mejilla izquierda le sonreía familiar. En el momento que vio a la niña, él, que venía hablando tranquilo con otro señor la miró fijamente, transformándosele completamente la cara.

-          ¿Quién te dijo que soy tu padre? Yo hijos no tengo. ¿Me escuchaste? Le decía iracundo mientras la tomaba por los brazos y la zarandeaba violentamente.
-          Mi mamá era Victoria también. Ella ya no está, se ha muerto…
-          ¡Es mentira! No conocí a ninguna Victoria. Tomá, le dijo ofreciéndole un billete arrugado de 5 pesos, andate, no quiero que te me acerques nunca más a mi.

La niña lo miró por un solo instante, cuánto hubiera querido gritarle, reclamarle, pero como la paciencia caracteriza a la gente de su raza metió sus manos en los bolsillos de su delantal y se dio la vuelta lentamente. No lloró porque era dura como su sangre quechua, más dura que la piedra de moler llajua. No había llorado siquiera el día que enterraron a su madre.

Aquel era el día de San Juan y como principal preparativo del festejo la chicha se destilaba y llenaba cántaros grandes y pequeños que después eran ofrecidos a los parroquianos, entre los cuales también se encontraba el señor del traje azul.
Victoria ésa noche no durmió, observaba todo lo que ocurría en la cantina mientras hombres y mujeres se embriagaban y poco a poco la taberna quedaba vacía. Eran casi las 5 de la mañana y aquel señor también dejó la taberna completamente tambaleante, caminando muy despacio y detrás Victoria, que en toda la noche no le había quitado un ojo de encima.

El invierno había llegado aquel 21 junio de 1985. En un pueblo en el que nunca pasa nada, el diario recién impreso informaba en primera plana: Fatal accidente por caída desde el mirador. Hombre de traje azul, se investiga su identidad…