Noche de San Juan
By Pseudomona
Enormes
ollas de barro bullían en aquella tradicional cocina de la única taberna del
pueblo. El piso ocre casi al ras, olía a tierra recién mojada. Al fondo un
enorme fogón donde hervía la lagua inundaba
el recinto de un delicioso aroma a comino y ajo. Un característico sonido
envolvía la habitación, era el golpeteo rítmico de dos piedras devenidas en
batán que convertían la molienda de locotos y tomates en acorde musical.
Al frente
de la agitada labor de hacer la llajua se encontraba una niña de pollera anaranjada
y trenzas muy largas. Un lunar muy marcado se dibujada sobre la mejilla
izquierda de su cara redonda. Sus polleras cubiertas con un delantal y el
rápido ir y venir de su tarea hacían pensar que aquella niña tenía muchos años
más, pero claramente podía verse que apenas alcanzaba los diez años.
- ¡Victoria!
¡Victoria!
Llamaba la
patrona ingresando súbitamente en la cocina. Dejá lo que estés haciendo, le
dijo y vení aquí rápido. Jalándola de la mano la llevó corriendo por el patio de
piedra, donde ya estaban dispuestas las mesas y se habían asentado los
parroquianos congregados a la hora del almuerzo.
-
Donde
estamos yendo pues señora…Se quejó la niña.
-
Mirá,
allá. ¿Ves aquel hombre al lado del camión? Le dijo señalando
con el dedo al otro lado de la calle, donde estaba estacionado un viejo bus que
parecía recién llegado y cubierto enteramente de polvo, del cual descendían varios
pasajeros.
-
¿Cual?
-
Ese,
el que tiene el traje azul.
-
Si…
-
Ese
hombre es tu papá Victoria, dijo al fin, como arrepintiéndose de habérselo
dicho. Tanto querías conocerlo…allá está…andá, no seas tonta.
Y así de un
rato al otro lo había conocido, nada de ceremonias ni trámites previos. El papá
que toda una vida había estado esperando. El que le pediría perdón por haberla
dejado.
Y corrió,
sí que corrió hasta alcanzarlo y muy fuerte le jaló del pantalón y diciéndole
de sopetón.
- Me llamo Victoria y soy tu hija.
El tipo era
un poco gordo, de pelo sucio ensortijado y un lunar en su mejilla izquierda le
sonreía familiar. En el momento que vio a la niña, él, que venía hablando
tranquilo con otro señor la miró fijamente, transformándosele
completamente la cara.
-
¿Quién
te dijo que soy tu padre? Yo hijos no tengo. ¿Me escuchaste? Le decía iracundo
mientras la tomaba por los brazos y la zarandeaba violentamente.
-
Mi
mamá era Victoria también. Ella ya no está, se ha muerto…
-
¡Es
mentira! No conocí a ninguna Victoria. Tomá, le dijo ofreciéndole un billete
arrugado de 5 pesos, andate, no quiero que te me acerques nunca más a mi.
La niña lo
miró por un solo instante, cuánto hubiera querido gritarle, reclamarle, pero
como la paciencia caracteriza a la gente de su raza metió sus manos en los
bolsillos de su delantal y se dio la vuelta lentamente. No lloró porque era dura
como su sangre quechua, más dura que la piedra de moler llajua. No había
llorado siquiera el día que enterraron a su madre.
Aquel era el
día de San Juan y como principal preparativo del festejo la chicha se destilaba
y llenaba cántaros grandes y pequeños que después eran ofrecidos a los
parroquianos, entre los cuales también se encontraba el señor del traje azul.
Victoria
ésa noche no durmió, observaba todo lo que ocurría en la cantina mientras hombres
y mujeres se embriagaban y poco a poco la taberna quedaba vacía. Eran casi las
5 de la mañana y aquel señor también dejó la taberna completamente tambaleante,
caminando muy despacio y detrás Victoria, que en toda la noche no le había
quitado un ojo de encima.
El invierno
había llegado aquel 21 junio de 1985. En un pueblo en el que nunca pasa
nada, el diario recién impreso informaba en primera plana: Fatal accidente por
caída desde el mirador. Hombre de traje azul, se investiga su identidad…