Día del Maestro
By Pseudomona
Todos los
seis de junio del calendario suelen inevitablemente hacerme recordar a un
hombre muy alto de ojos negros y cabellos lacios que solía sentarse tarde a
tarde a mi lado al retornar de la escuela: mi padre.
Teníamos juntos
una rutina inquebrantable que también compartía mi madre quien tejía en
silencio y nos traía a momentos un poco de té caliente. Comenzábamos con la
revisión de todo lo que yo había avanzado durante la mañana en la clase de
primaria a cargo de mi anciano profesor Justiniano Gutiérrez Heredia, y luego
de subrayar con un lápiz rojo mis errores de ortografía era obligatorio hacer
una copia “en limpio”. Y tal como ahora en ése entonces tenía las manos
pequeñas y se me escapaban todo el tiempo los lápices, por eso él me tomaba de
la mano derecha y me ayudaba a dibujar mis primeras letras, una por una. Un día
se apareció muy contento con una pluma fuente azul muy finita, que tenía
grabado mi nombre de costado y cabía perfectamente en mi mano y mientras mis compañeritos
del primer grado aún dibujaban con crayones, él se las ingeniaba para que yo no
sólo escribiera correctamente sino comenzara a tener estilo. Eres una linda
niña, me decía, por eso cuando seas grande tienes que tener la letra redondita.
Apenas pudo
notar que comenzaba a leer de corrido me regaló un cuentito que aún ahora me lo
sé de memoria: La Ratita Presumida, estaba la ratita barriendo su casita y
encontró una monedita…
A la hora
de hacer los dibujos se nos presentaba un gran problema, porque de tal palo tal
astilla, ninguno de los dos podíamos hacer un solo gráfico, entonces él ideó
una forma de copiarlos a través del trasluz de la ventana, así nos salían
siempre perfectos. Y después yo le ponía todos los colores que quería.
En aquel
tiempo vivíamos en el Barrio Magisterio y había muchas familias con muchos
niños, niños que solían jugar a la pelota o hacer dormir a las muñecas durante
las tardes y estaba yo, que de mañana iba a la escuela y de tarde también lo
cual me ponía un poco triste, especialmente cuando me asomaba a la ventana y
veía que la vida se reía allá afuera.
No obstante
ahora al repasar mi niñez no puedo menos que reconocer que de verdad fui
afortunada, más aún porque tengo la letra redondita.