El viejo truco
Parte 3
La sala de Hemato-Oncología por cuestiones de organización se divide en
dos, una parte azul y otra amarilla, con igual cantidad de pacientes por lado.
Marina está a cargo de la parte azul y yo de la amarilla. Ella y yo, apenas
mantenemos diálogo, terminamos convencidas de que somos muy diferentes y para
no empeorar más nuestro clima laboral, nos decimos sólo lo estrictamente
necesario, procurando para ello el tono más amable. Con el tiempo he llegado a
aceptar, que no hay nada de malo en hacer las cosas a un ritmo propio, aunque
signifique quedarse hasta muy altas horas de la noche y ser la primera en llegar
por la mañana; y ella, ha pedido disculpas por haberme gritado aquella vez, en
medio del pasillo “... parece que
tuvieras metida una hormiga en el trasero”.
Son ya las nueve de la mañana, luego de haber firmado, rellenado,
telefoneado (y rogado por teléfono), autorizado, etc., me dispongo a realizar
la única actividad que hace que todavía me mantenga cuerda y que todos esos años
de estudio valgan la pena: la visita médica, el contacto directo con los
pacientes...
Después, ya casi cerca de las once, con ánimo de revisar los
laboratorios que seguramente deberán estar listos en la computadora, me dirijo
a la sala de médicos. Abro la puerta y en medio de papeles desparramados por
toda la habitación, yace Marina, su cuerpo se sacude de tanto en tanto, ocultando la
cara en los brazos cruzados sobre el escritorio: “Marina, ¿Qué tienes? ¿Necesitas ayuda?” le digo, “No, déjame… sólo quiero estar sola...” me
responde, sin levantar la cabeza.
Salgo y aseguro bien la puerta. “Todo
el mundo tiene derecho a tener un mal día”, aunque presiento, Marina
ha tenido meses y años malos.
De regreso en la sala de enfermería, un bombardeo de peticiones hace que
se me olvide por completo el asunto y ponga todo mi empeño en solucionar ésas
pequeñeces que juntas hacen más y son capaces de quitarle toda la energía a
cualquier ser humano.
A medio día pasa por la sala el Dr. Übben, jefe médico y al ver que voy
llevando el “set de punción pleural” bajo un brazo y del otro lado empujo, apenas,
el aparato de ecografía, me pregunta “¿necesitas
ayuda?”, ya iba a contestar que “si, y
que tengo además un par de preguntas…” pero enseguida le suena el teléfono
y se aleja rápido a tiempo que dice “lo
siento, volveré más tarde..., me llaman de urgencias”.
Al final de la tarde no puedo más del cansancio, me caigo de hambre y
sueño; no sirve de nada el espagueti frío
que la encargada de repartir la comida, ha guardado para mí; y ni siquiera
después de tomar casi sin respirar un litro entero de agua sin gas, consigo
renacer a la vida; pero es menester continuar, preparar las epicrisis de las altas del día siguiente.
Son casi las veinte horas cuando salgo del hospital; si había pensado
en ir al cine o darle una vuelta al parquecito, lo postergo para mañana o mejor
pasado mañana, si no tengo guardia, ya veré. Mis piernas encuentran lentamente
el camino a casa, siento cómo todo me pesa, hasta la cartera..., los hombros
me duelen tanto, como si hubiera estado todo el día, boxeando.
Cerca de las ocho de la mañana, estoy subiendo las escaleras para dirigirme
a la sala de médicos, cuando recibo un llamado, es la jefa de enfermeras:
- Buen
día Dra., era para avisarle que la familia del paciente de la habitación 105
quiere hablar con un médico...
-
Pero
105 corresponde al sector azul...
-
Lo
sé..., es que como sabrá la Dra. Marina no puede venir...
-
¿Cómo
que no puede?
-
¿Es
que todavía no se enteró?
-
No,
¿enterarme de qué...?
-
Pues
que la Dra. Marina ingresó anoche...., de Paciente... en Terapia Intensiva...