Translate

sábado, 22 de septiembre de 2018


El viejo truco
Parte 2

Al terminar de ponerme el uniforme, me dirijo a la sala de médicos, me siento frente a la computadora y tecleo mi clave y contraseña, hago un clic en la lista de la “estación de Hemato-Oncología” y le echo un vistazo a los nombres nuevos que aparecen en ella: “Blaze, Müller, Bruder, Ehinger, etc.”, en total son ocho los pacientes que se han internado durante la noche, más los que estaban el día anterior: treinta camas ocupadas, y otras diez que esperan ser llenadas con las internaciones programadas para hoy. Imprimo la lista, resaltando cuidadosamente con un marcador fluorescente los nombres de los pacientes nuevos. Luego me armo de valor, tomo el teléfono y marco el número de secretaría, me atiende la amable voz de Frau Schneider. “Buen día doctora, ¿en qué puedo serle útil?”. Respondo al saludo y sin pretextos, como ya lo he hecho tantas veces, pues tengo bastante práctica en el asunto, le lanzo sin más ni más la pregunta “!Oh, si!, ya iba a comunicarlo, contesta,… me llamó hace un momento… se reportó enferma...”. Yo me quedo en silencio al otro lado, maldiciendo a mi intuición, en el fondo esperaba haberme equivocado y ella continúa “pobrecita… una especie de virus gastrointestinal”, ni siquiera tengo ganas de preguntarle por cuántos días había pedido Sophie la baja médica, la respuesta ya me la sé de memoria: “se tomará toda la semana”, doy las gracias y antes de colgar le escucho decir y me suena sincera “Que tenga un buen día doctora”.

Apenas pongo un pie en la Sala de Internación, se me acercan de un lado la jefa de enfermeras con el libro de medicamentos controlados “necesito urgente su firma”, la encargada de admisión “el señor Kaufmann, de internaciones programadas ha solicitado una cama para un paciente privado”, la visitadora social “nos han rechazado la derivación de la señora Schmidt al hospicio”, el laboratorista, alcanzándome un formulario de varias hojas “hay que rellenarlo a la brevedad, sin él no se podrán autorizar los análisis especiales que pidió para el señor Ribakov”. Todos ellos me miran anhelantes y parecen querer que lo solucione todo en el acto, como si pensaran que yo también pudiera escaparme a algún lado.

En una sala de internación donde normalmente deberían trabajar como mínimo cuatro médicos, hace tres semanas quedamos sólo dos. Pues además de mí, está también Marina. “Está” es la expresión correcta, pues ella existe y ocupa un lugar. Sería muy difícil imaginarse la sala sin Marina, que trabaja aquí hace más de nueve años.

En el pasillo de nuestra estación, como en otras del hospital, haciendo caso al reglamento interno, cuelgan las fotografías debidamente identificadas de todos los empleados, ahí se la puede ver, a Marina, de flamante médica; sonriente con un mechón de pelo rubísimo, casi blanquecino, cayéndole por la frente, despidiendo una luz intensa desde sus ojos azules. Ahora, es difícil de creer que se trate de la misma persona, no sólo por la risa, porque desde que la conozco no la he visto reírse jamás, sino también por su cuerpo, una pesada masa de pocos músculos y demasiada grasa, la cual se ha acomodado lo mejor que ha podido en la parte trasera de su cuello y sobre todo alrededor del busto. Vista de perfil, parece que al mínimo descuido Marina podría caerse de cara contra el piso. Cualquier mueca de alegría ha sido borrada por completo de su rostro, como si nunca hubiese existido. Se la ve moverse apaciblemente por los pasillos del hospital, como si sobraran las horas del día o fuera una enferma más, disfrazada con un guardapolvo percudido, como un toldo que resiste tercamente al sol tarde a tarde, en una tienda de las afueras de la ciudad, de ésas que hace mucho tiempo han dejado de tener clientes.
Continuará...