El viejo truco
Parte 2
Al terminar de ponerme el uniforme, me dirijo a la sala de médicos, me
siento frente a la computadora y tecleo mi clave y contraseña, hago un clic en
la lista de la “estación de Hemato-Oncología” y le echo un vistazo a los
nombres nuevos que aparecen en ella: “Blaze, Müller, Bruder, Ehinger, etc.”,
en total son ocho los pacientes que se han internado durante la noche, más los
que estaban el día anterior: treinta camas ocupadas, y otras diez que esperan ser
llenadas con las internaciones programadas para hoy. Imprimo la lista,
resaltando cuidadosamente con un marcador fluorescente los nombres de los pacientes
nuevos. Luego me armo de valor, tomo el teléfono y marco el número de secretaría,
me atiende la amable voz de Frau Schneider. “Buen
día doctora, ¿en qué puedo serle útil?”. Respondo al saludo y sin
pretextos, como ya lo he hecho tantas veces, pues tengo bastante práctica en el
asunto, le lanzo sin más ni más la pregunta “!Oh,
si!, ya iba a comunicarlo, contesta,… me
llamó hace un momento… se reportó enferma...”. Yo me quedo en silencio al
otro lado, maldiciendo a mi intuición, en el fondo esperaba haberme equivocado
y ella continúa “pobrecita… una especie
de virus gastrointestinal”, ni siquiera tengo ganas de preguntarle por
cuántos días había pedido Sophie la baja médica, la respuesta ya me la sé de
memoria: “se tomará toda la semana”, doy las gracias y antes de
colgar le escucho decir y me suena sincera “Que
tenga un buen día doctora”.
Apenas pongo un pie en la Sala de Internación, se me acercan de un lado
la jefa de enfermeras con el libro de medicamentos controlados “necesito urgente su firma”, la
encargada de admisión “el señor Kaufmann,
de internaciones programadas ha solicitado una cama para un paciente privado”,
la visitadora social “nos han rechazado
la derivación de la señora Schmidt al hospicio”, el laboratorista,
alcanzándome un formulario de varias hojas “hay
que rellenarlo a la brevedad, sin él no se podrán autorizar los análisis
especiales que pidió para el señor Ribakov”. Todos ellos me miran anhelantes
y parecen querer que lo solucione todo en el acto, como si pensaran que yo también pudiera
escaparme a algún lado.
En una sala de internación donde normalmente deberían trabajar como mínimo cuatro
médicos, hace tres semanas quedamos sólo dos. Pues además de mí, está también Marina. “Está”
es la expresión correcta, pues ella existe y ocupa un lugar. Sería muy difícil
imaginarse la sala sin Marina, que trabaja aquí hace más de nueve años.
En el pasillo de nuestra estación,
como en otras del hospital, haciendo caso al reglamento interno, cuelgan las
fotografías debidamente identificadas de todos los empleados, ahí se la puede ver, a Marina,
de flamante médica; sonriente con un mechón de pelo rubísimo, casi blanquecino,
cayéndole por la frente, despidiendo una luz intensa desde sus ojos azules. Ahora,
es difícil de creer que se trate de la misma persona, no sólo por la risa,
porque desde que la conozco no la he visto reírse jamás, sino también por su
cuerpo, una pesada masa de pocos músculos y demasiada grasa, la cual se ha
acomodado lo mejor que ha podido en la parte trasera de su cuello y sobre todo alrededor
del busto. Vista de perfil, parece que al mínimo descuido Marina podría caerse de
cara contra el piso. Cualquier mueca de alegría ha sido borrada por completo de
su rostro, como si nunca hubiese existido. Se la ve moverse apaciblemente por
los pasillos del hospital, como si sobraran las horas del día o fuera una
enferma más, disfrazada con un guardapolvo percudido, como un toldo que resiste
tercamente al sol tarde a tarde, en una tienda de las afueras de la ciudad, de
ésas que hace mucho tiempo han dejado de tener clientes.
Continuará...