Sin rastro
Yo sabía
que tenía que haberlo reportado. Sabía que debía haber llamado al teléfono que
nos dieron el primer día de nuestra llegada al Instituto. Todavía me acuerdo de
la cara sonriente de la encargada al darnos la bienvenida. Aquí están las llaves
de la puerta principal del edificio: Mannheimer Strasse 55, dijo, mientras nos
daba un ejemplar a cada uno de los casi 10 nuevos estudiantes, todos
extranjeros. Seguro por eso, aclaró: tienen un mecanismo automático, solamente
hay que acercarlo a la puerta y listo, se abre enseguida. Por favor no las
pierdan y como la puerta es eléctrica, deben avisar al menor defecto y ahí fue
cuando nos entregó el teléfono, que todavía está en mi mesita de luz.
Hace más o
menos tres días, que la puerta parecía que cerraba, pero en realidad no hacía
contacto. Pero estamos en Alemania donde todo es seguro. No es lo mismo estar
aquí que en otra parte del mundo. La puerta de lejos parecía estar cerrada. ¿A
quien le podría interesar un edificio de estudiantes de idioma? Además cada uno
de los departamentos tenía otra llave eléctrica, un pasillo y después otra
puerta, que a su vez tenía otra cerradura común y corriente. ¿Qué puede pasar,
si dejo pasar sólo éste día y mañana llamo? Nada. Pero aquel día volví tan
tarde que no quería molestar a la encargada, pensé en hacerlo al día siguiente,
pero aquel día salí corriendo casi al ras de las ocho y volví casi a la noche. Y
seguramente como yo, mis demás vecinos habrán pensado. Y al final, a quien le
importa que la puerta en realidad no cierre, si uno tiene tanta Hausaufgabe.
Ni siquiera
me importaba que aquellos dos hombres me cerraran el paso por la vereda cada
mañana, un tanto a propósito y otro tanto seguro por el trabajo. A veces con una
carretilla otras con una camioneta. Dos obreros, que habían comenzado una
refracción a la altura del número 43. Guten Morgen, decían y después algo que
no lograba entender, seguro un dialecto. O talvez alemán, pero como todavía no
entiendo. Yo nada, caminando rápido, ninguna respuesta. Siempre de prisa, pues
la campana de Markus Kirche no se olvida de señalarme que voy retrasada.
Hoy, la
solitaria Mannheimer Strasse de pronto ha cobrado movimiento. Casi las ocho de
la noche, pero como es primavera parece que fueran las seis de la tarde. Han
cortado la calle. Algo ha sucedido. ¿Pero qué? Varios autos de la policía
estacionados. Una ambulancia de la Cruz Roja en la puerta que no cierra
del número 55. No puede pasar, le dice el oficial al vecino del 41 ¡Pero que ha
pasado! Comenta, éste extrañado. Mire, no puedo decirle nada. Pero usted tendrá
que hablar con alguien, mientras le hace señas a una oficial mujer que se
acerca rápido. Esta le dice que debe tomarle los datos, mientras le pregunta si
puede el aportar algún movimiento extraño en el vecindario, porque al parecer
han forzado la puerta y algo espantoso ha sucedido.
El pobre
jubilado que sólo hace un rato ha salido al supermercado no puede dejar de
sentirse horrorizado cuando los paramédicos se abren paso con una camilla hasta
la puerta trasera del Rettungswagen. No está seguro, pero le parece observar un
mechón de pelo largo y oscuro que sobresale por debajo de la inmóvil sábana.