La Rotante
En uno de
los bolsillos de mi mochila negra, ésa que cargo conmigo a todos lados, es de
verse un broche pequeño, dorado de flores lilas. Ése
broche es un recuerdo apreciado, regalo de una persona, con la que compartí cuatro
intensas semanas de aprendizaje; una persona, que como yo, hablaba español como
idioma materno (aunque hasta el último día, no hubimos hablado más que en
alemán) y le encantaba la oncología torácica.
Me la
encontré a ella, la Rotante, sentadida, esperándome puntual a las 08:00 de la
manaña, de aquel primer lunes del mes, cómo se había acordado, en la sala de
espera de la secretaría del departamento. Cuando la conocí, vestía un vestido
largo de verano, tan largo que rozaba el suelo, lucía espadriles y tenía los
cabellos sueltos, ondulados y negros, que le quedaban colgando por debajo de la
cintura. Éso sí, tenía un guardapolvo bien planchado, con su nombre bordado, después
me enteré por su abuela, que decía: Dra ***** Rotante de Pulmonología.
Yo tengo toda
la práctica en ésto de recibir a los colegas que vienen de todos lados, ya sea
estén de visita, sólo por un día, una semana o como la Rotante, vengan del extranjero y hayan acordado cuatro
semanas de rotación. A veces, por mera coincidiencia, no sólo tengo que
encargarme de una sola persona, sino de dos, así que entre ellos y los
pacientes, casi nunca me queda tiempo para estar sola, conmigo misma.
A éso de
las nueve de la manaña del mismo día, la Dra ***** vestía ya el ambo verde claro,
uniforme del hospital, tenía el cabello bien amarrado en una coleta y ya nos
encontrábamos juntas en pleno trabajo.
Las cuatro
semanas de rotación, a pesar de haber sido intensas, se fueron volando. No hubo
reunión médica en el hospital, en la que no hayamos estado. Fuimos juntas a todos
lados, incluso de visita con los cirujanos, hasta nos colamos en la conferencia
de las enfermedades intersticiales pulmonares, en la que debo reconocer, casi
me quedé dormida.
Como
rutina diaría, al terminar el día, ella me ayudaba a acomodar las carpetas de
los pacientes que vendrían el día siguiente, y mientras yo me quedaba a escribir
las cartas médicas, le daba el visto bueno, para que como a las tres de la
tarde, se fuera a casa.
Aquel día, el último, a pesar de ya habernos despedido, ella se ofreció a traerme un café, para lo cual era necesario ir escaleras arriba a la estación número cinco. No sólo volvió con un café en una taza gigante, de las que a mí me gustan, sino que además por iniciativa propia trajo unos chocolates que le convidaron las enfermeras y me los ofreció. Debo confesar que a mí no me gustan los chocolates, así que los engullí rápido de un bocado. Luego, abriendo su cuadernito, dijo que quería traducir del alemán al español las cosas más importantes que había aprendido y se instaló en la mesa a mi lado.
Yo ví de reojo, lo que ella iba escribiendo y como
título bien grande puso, lo que el gran Profesor Dr. Carlos Cotone me dijo, allá en la Cuarta Cátedra de Medicina Interna del Hospital de Clínicas José de San Martin de la Universidad de Buenos Aires: “Cultivar el fuego sagrado de la medicina”.