¿En qué país vivimos?
By Pseudomona
Ocho y
cinco de la mañana en Vicente López y Montevideo, café Martínez. La puerta de
vidrio no cede a pesar de que la empujo una y otra vez primero suave y después
un poco más fuerte. Miro para adentro y una mujer vestida con una camisa
blanca, pantalón caqui y delantal verde oscuro viene corriendo y me dice, que
disculpe, que había dejado a propósito la puerta asegurada porque el policía
que custodia la esquina aún no ha llegado y que en el local son todas mujeres y
les da miedo…yo ingenuamente le pregunto, ¿No estamos acaso en Recoleta? Sí,
pero ayer entraron a la fuerza en el local de al lado, a plena luz del día y
todos los empleados fueron obligados a quedarse quietos y en silencio mientras
se llevaban la recaudación y objetos de valor de los clientes…
Yo
pensativa me siento en la mesita más chica ésa que queda al lado de la ventana,
diario en mano, miro la primera página y me doy cuenta de qué está hablando la
empleada del café. Con el 25 de diciembre próximo, ha comenzado una ola inusitada
de asaltos en todo el país. Si bien esto es pan de cada día en la Argentina, ahora los saqueos parecen estar organizados. Grupos de 300 o 400 personas y el diario lo dice,
especialmente adolescentes y mujeres con niños se paran frente a un supermercado,
exigen que se les dé un bolso de comida, exigen, exigen y después entran por la
fuerza, llevándose todo lo que encuentran a su paso. La policía no puede hacer
nada, primero porque no hay suficientes, y segundo porque hay una orden superior
de reprimir sin lastimar.
El
descontento de la gente, la inflación, la pobreza, la angustia, el
hambre se postulan como probables desencadenantes de ésta situación caótica y
sin nombre. Pero por más que se piense, no se concibe la idea de entrar por la
fuerza a tomar lo que no es tuyo, pero parece que la desesperación y mil
des-razones pueden más. Primero fue en el sur, en Bariloche, después en Rosario,
en Córdoba, en San Fernando, en Campana provincias de Buenos Aires y ahora puede ser en cualquier lugar.
Suena el
timbre, la empleada nuevamente va en dirección a la puerta, buenos días, qué
bueno que ha llegado, saluda al policía completamente vestido de azul, lo
invita a pasar y ahora sí deja la puerta abierta. A mí, se me hace la piel de
gallina, cuando el hombre se para en la esquina del local, abre un bolso negro
y se viste con un grueso chaleco antibalas, lo hace despacio como para que
quede bien asegurado.
Ocho y
cuarenticinco, Vicente López y Callao, camino rumbo a mi casa. Un grupo de
policías varones y mujeres, que sumando con ganas no llegan a veinte, reciben
instrucciones mientras se alejan de a pares a lo largo de la avenida, y yo los
sigo con la mirada, observando cómo se detienen en las puertas de los
principales negocios de la zona. Todos llevan el sobrio uniforme azul, un arma
reglamentaria, el chaleco antibalas y encima de todo un peto de color naranja
furioso. Y la otrora hermosa avenida queda tristemente salpicada de puntos naranjas mientras el
aire se respira apenas, está diferente…como en un toque de queda.